05 octubre 2009

indeseablemente determinante.

Nos preocupamos de lo que queremos, de lo que soñamos, de lo que ansiamos, y a lo que tememos lo atacamos de frente, siendo una emoción interna o una situación que esté en contra de nuestros esquemas. Lo intentamos cambiar de forma desesperada, como si nos estuviese ahogando. Atacamos sólo por el miedo y por nuestra poca capacidad de resistir a la presión. Entonces ya no nos preocupamos tanto de lo que vemos, de lo que queríamos, de lo que soñábamos, sino de lo que estamos criticando, destruyendo, de lo que nos está haciendo sufrir.

El tiempo, el sueño y el estar distanciados del mundo entre sábanas, frazadas, un cobertor y cortinas cerradas parece la solución justa para después levantarnos como si el mundo siguiera su curso normal, pensando que todos están igual que antes, actuando como deben ser, olvidando que también sufrieron, que tal vez intentaron dar todo o que, en otro caso, se equivocaron. El tiempo no cambia a las personas, el miedo si. El tiempo es una dimensión, mucho más fuerte y trascendente que cualquier emoción desesperada. Sin embargo, el miedo entra, por la boca o por la memoria incomoda y nos paraliza frente al mundo, nos distancia de quienes amamos, nos distancia de nuestras propias bases, y eso que es tan solo una emoción. El alma estornuda con miedo y de pronto el mundo se nos cae, de pronto la luna llena se transforma en nueva y la noche, de ser fría, pasa la más seca y agobiante de todas.

Cuando el tiempo y el dolor caen sobre nosotros, tendemos a abrir las ventanas sólo para nuestra intimidad, para consolar los sollozos y los ojos hinchados, para darnos un poco de Paz. Pero pocas veces abrimos nuestras ventanas para que entre la otra persona, porque la disposición, al ser inestable y dependiente de la ilusión, se vuelve muy difícil de conseguir. Por eso cuando nos rendimos tiramos palabras, sangre, memoria y juicios al viento, como si el mundo atentara contra nosotros, como si en nuestra niñez, nadie nos hubiese dado lo que quisimos, y ahora nos desquitamos, lanzando piedras hacia cualquier que intente tocarnos el alma, otra vez, melancólica e insegura.

Qué cómodo el pensar que nadie puede hacerse cargo del otro, que podemos ayudar hasta donde nos alcancen las manos, que mediocre forma de aprender a relacionarse con los demás. Que fácil se torna confiar en las acciones, sin saber que hay por detrás, en el espíritu y en la idea de cada persona. Si pudiéramos despojarnos de nuestras reacciones incomodas, de nuestra historia y de nuestra memoria, nada fallaría. Prefiero torcer mi memoria y mi orgullo, para aprender que ser feliz no es un sentimiento sino una condición de vida.

De pronto me volví tan igual a los demás, que expresé todo lo mediaticamente detesto, solo para satisfacer mis ideas que van en contra de lo que realmente no quiero, alejándome incluso de mi corta trascendencia.

Sólo podría guardar todos mis pensamientos en un saco y dejar una palabra estirada para mi memoria: "no quiero pensar, no quiero pensar".

En otro tiempo las cosas hubiesen resultado de otra manera, definitivamente.

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